I
No, no era éste, no.
No, no era éste el abismo, no.
No, no era éste el lugar, el fulgor, el desgarro. No
era aquí, pero ya no importa. Ya no.
II
Ágata, alabastro, azabache, basalto. Negrura, sí,
de terciopelos ajados y revoloteos turbios, sí,
de batir de alas y fragor de vuelos, sí,
frenesí de ónice, de brisa oscura, de aroma carmesí.
Brotando desde el tuétano, tronzando, irrumpiendo así.
Si no hubiera sido allí, si no. Pero sí.
III
No pensábamos ya en aquella opulencia, en la fecundidad aquella.
Qué altura insondable, qué óbito espeso, qué sed aquella.
Nunca creímos en dioses astados ni en la primavera que ya
nos acuciaba, y nada sabíamos, no creíamos nada. De aquella.
Nada nunca nos decían los versos de la caricia de la sangre. Aquella,
llena de pétalos, que se nos derramaba como agua de mayo en aquella
opacidad de cálices, aquella frialdad de plumas, en las espinas aquellas.
IV
Aquella tenía que estar, ¿y si fuese allí? Mas no creímos, no.
Comenzaron las danzas, las danzas, danzas sin freno, desenfreno
de pies descalzos, de jirones, de cirios, muérdago y heno,
de tiaras como invocaciones, lenguas extrañas, veniales remedios,
lirios, acariciantes hojas blancas pieles afiladas. Cayó, sí, el velo
virgen de la noche, cayó el manto tenebroso, así, calló el cielo.
Nosotros estábamos allí, sí. Pero ya no importa, ya no.
V
Llegaron salmodias y coros. Así fue, así fue y todos los sabemos.
Lo hicimos porque quisimos, lo hicimos porque pudimos. Lo hicimos y
entonces anocheció. Otra vez, sí, otra vez. Anocheció al amanecer
Anocheció, lo juro. De nuevo. Nosotros no creímos, nunca creímos
y anocheció y no creímos y todo fue en vano, y nada
fue en vano y ahora lo sabemos bien. No era éste el abismo, no.
Nada nos decían nunca los versos de la caricia de la sangre. Aquella.
VI
Nada quisimos creer, nada creímos porque nada sabíamos. Nada sabíamos
de rasgar de caricias, altares, holocaustos o palabras prístinas.
Nada creímos y estuvo bien.